Pequeña Serena Tardía

Segundo Ramírez gusta de tomar el café negro como la noche, amargo como la vida y caliente como el infierno. Enjuto y cadavérico, viste siempre de blanco y fuma muchísimo por las tardes, si no unos cigarrillos que parecen petardos, unos habanos que, en ese orden, vendrían siendo lanzacohetes.

Winston Preciado, su vecino y asistente, le sirve el café en tazas pequeñas que parecen escabullirse entre sus dedos gruesos. Su figura- negra, musculosa y semidesnuda- contrasta con la fragilidad de Segundo, a quien reverencia y cuida más que a nada en el mundo. Más que a los trofeos que obtuvo durante su carrera en la halterofilia. Más, incluso, que esa presea de bronce que dice “Barcelona 1992” bajo su nombre.

Al fondo de un cité habanero, pasan la tarde jugando ajedrez junto a los vinilos, al compás asonado de los timbales y el piano. Aunque siempre le ganó con las blancas, Preciado no se cansa de volver a desafiar al viejo, que suele intercalar lecturas y partes de sus memorias entre cada jugada.

Esa tarde su discurso intercala la teoría musical de Ignacio Cervantes con la estrategia lúdica de José Raúl Capablanca. “El buen jugador siempre tiene suerte”, dice con una expresión risueña. Luego intenta un jaque pastor que su rival bloquea. Sin dejar de sonreír, toma su cuaderno de memorias, lo abre en la última página escrita y lee:

El asesino también debe vivir su luto. Aunque la salud mental de los criminales no sea una causa que despierte simpatías colectivas, su análisis es un asunto importante para estos tiempos y debe ser tomada en serio”

Deja el cuaderno de lado y se lanza a hablar de sus crímenes como quien recuerda un camino de iniciación en el que cada muerto representa un umbral, una barrera para hacerse más fuerte, para unirse más al todo vital. Como comisario de la revolución, no dudó nunca, en 50 años, de la línea que bajaban los Castro para su manzana. Aplicó. Ejerció. Más allá de cualquier miramiento. No ignora que la chusma lo considera abyecto y obsecuente. No tiene dudas, tampoco, de que nadie es capaz de decírselo de frente. Por tanto, gobierna y , en su propia opinión, lo hace bastante bien.

Levanta la mirada y nota que a Winston, muy concentrado, le ha dado por prender un habano. Entonces vuelve a coger sus memorias y sigue leyendo:

Porque la muerte de un ser humano puede despertar fantasmas entre quienes lo amaban. Aquellos que de pronto se enfrentan a una ausencia que no tiene significado. De ahí emergen culpas, visiones e impulsos que delinean facetas hasta entonces desconocidas para una persona. De forma análoga, para el asesino que odia, la muerte de la víctima representa un tránsito que no debe dejar de observarse. Un tránsito mucho menos documentado, pero no por ello menos interesante”

A los yankis de Bahía Cochinos los pone a todos en un mismo montón. La vorágine de la guerra y el fervor patriótico de aquellos años- que en él, al menos, no ha decaído- le hacen imposible individualizar a sus víctimas. Son para él, todos un mismo Tío Sam queriendo robar lo que le pertenece por derecho propio, porque lo supo hacer respetar. Pero allí donde termina la empatía, comienza la aritmética: a Segundo no le interesan los nombres ni las vidas de los yankis que mató, sólo le saca brillo a su número. Fueron doce y no se cansa de repetirlo, como si eso lo volviera más impenetrable para la chusma que duda de su espíritu.


Sin soltar el habano, Winston se estira hasta la mesa de luz y coge su taza de café. Toma un sorbo y luego le da una fuerte bocanada al tabaco ahumado. Siente su sabor y vuelve a mirar el tablero. Trata de convencerse de lo que ve, pero no lo logra hasta que las palabras brotan suaves de su boca, con la forma del humo que se acomoda a contraluz: Jaque mate.

El vinilo se acaba y don Segundo observa callado.Hace el ademán de felicitar a su rival, pero no alcanza. No sabe si es el humo, un grano de café mal molido o simplemente la edad, pero una tos seca se le ha instalado en la garganta.


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