El Sabor de la Pantruca


En esa época estaba sin pega y Sol me había echado de la casa. No tenía mucho que hacer y me pasaba varias tardes caminando por Santiago, como quien frota una lámpara para que salte un genio que, por supuesto, nunca aparecía.

Algunos días acompañaba al Ariel, que se paraba en el semáforo que está afuera del Museo de Bellas Artes a hacer sus trucos de malabarismo. Fumábamos como por inercia, para concentrarnos cada uno en lo suyo. Cada tanto, juntaba un puñado de monedas y me las pasaba para que fuera a comprar cerveza. Yo me sentaba en un banco a cuidarle las cosas, mientras leía, escribía garabatos, relatos y guiones. Otros días lo filmaba o le hacía sesiones fotográficas con su bola mágica o con las clavas. Fui yo quien le tomó las famosas fotos ese día en que intentó los trucos con fuego. Fue un desastre.

Otras tardes, me iba a Lastarria con Krishna a vender su artesanía. Sólo hacía falta que tiráramos la manta y nos sentáramos para que ella empezara a hablar, a contarme la vida de todos nuestros amigos y luego sus dramas familiares, sus peleas con Thiago, sus sueños y sus experiencias esotéricas con orgonita, cuencos, reiki, salvia, fuegos viaruthy, tarot, San Pedro y brujería mapuche. No vendíamos mucho, pero me servía para pasar la tarde sin tomar tanto. Con la hierba no había caso; Krishna hablaba de depuraciones y desintoxicaciones mientras enrolaba pitos, uno tras otro.

En eso estaba la tarde que me reencontré al César. Iban con su novia, Natalia, al cine El Biógrafo. A ver la última de Cronemberg dijeron. Los dos bien pinteados, decentes, bañaditos. No voy a negar que me dio un poco de vergüenza verlos así, tan roñoso. Pero a César no le importó nada y si no hubiese sido por ella, de buena gana se hubiera quedado sentado con nosotros. Preguntaron si iba a estar hasta tarde y como respondí que sí, volvieron un par de horas después para invitarme a uno de esos bares pitucos que están por el barrio. Allí comimos y tomamos como Dios manda, y entre copa y copa, César soltó la historia de las monjas ecologistas.

Según me contó, la congregación de las hermanas esclavas del Sagrado Corazón, con sede en el pueblo de Salamanca, había rechazado esa semana una cuantiosa donación de la Barrick Gold, publicando un comunicado en el que criticaban el extractivismo minero, la responsabilidad social empresarial y toda esa hipocresía. Me mostró en su teléfono una copia del escrito con un entusiasmo contagioso: “¡Son monjas de avanzada!”, “¡Más valientes que todo el sistema político de este país que sólo piensa en hacer negocios!”, “¡Hay que ir a hacerles un documental!”. Natalia también era periodista y aunque se veía tan entusiasmada como él con la idea de visitar Salamanca, demostraba mayor escepticismo frente a la historia, lo que le daba una impresión más profesional al asunto.

Fue así como ese fin de semana íbamos los tres en mi auto rumbo a Molina, trescientos kilómetros al sur de Santiago. César se había puesto en contacto con el hogar de monjas, donde lo había derivado a la sede central de la congregación, que no estaba en Salamanca sino en Molina. Allí, lo había atendido la Hermana Superior Mariana, que se había mostrado muy agradecida por el interés y le había dicho que nos esperaba ese sábado en la tarde. Natalia fue casi todo el camino durmiendo en el asiento de atrás, mientras César no paraba de hablarme y de poner música en el asiento de copiloto. Cantábamos “Molina”, la canción de Credence, cambiandole la letra.

Llegamos a eso de las tres de la tarde, tal como nos habían citado. Enclavado en pleno valle central, Molina es un pueblo agrícola como tantos, con casas coloniales y muchas botillerías; con una Plaza de Armas rodeada de calles con nombres de próceres y un perpetuo clima de siesta. Jaurías de perros se paseaban entre casas de fachada continua, que se adivinaban mucho más pobres de lo que aparentaban. Los animales parecían ir y venir de sitios eriazos donde se acumulaban los escombros que habían quedado como huellas del último terremoto, junto a las trizaduras en la mayoría de las construcciones y hasta en las veredas. Todo parecía suspendido ante la imponente cordillera que, sin nieve, lucía hosca e insensible bajo el cielo blanqueado.

Decidimos postergar el almuerzo para más tarde e ir directo al grano. Dos o tres preguntas y ya estábamos llamando al timbre del portón en el convento de las hermanas esclavas del Sagrado Corazón.  

Era una casona antigua con tejas y un patio techado, con pilares de madera. Salió una monja muy joven que nos hizo pasar por un largo y oscuro pasillo, hasta un salón colonial con un par de bustos y muchas plantas. No había ninguna grieta en las paredes del lugar. Todo estaba lleno de adornos religiosos: crucifijos y vírgenes enchapadas en algo que parecíaoro. Vitrinas de madera, con ángeles tallados en las puertas y cuadros de santos martirizados.

Esperamos unos minutos hasta que apareció sor Mariana que, junto a otras dos monjas, nos hizo pasar al comedor. Se dejó caer en la cabecera de mesa y nos pidió que le contáramos, ahora bien, qué nos traía por allí.

César, que hasta entonces había estado muy tímido, asumió la palabra y se lanzó con un discurso sobre las tierras de sacrificio desoladas por la minería, que destruía glaciares para sacar el oro y condenaba a pueblos enteros a la sequía. Habló en términos muy elogiosos del comunicado que habían publicado las monjas y su coherencia con el rol socio ambiental que estaba asumiendo la iglesia desde la publicación de la última encíclica Laudato Si. A mí me pareció muy bien todo lo que dijo, pero las monjas escuchaban serias.

De pronto, se abrió la puerta y entró otra monja más, con una bandeja de la que sirvió tres platos con sopa de pantrucas.

-Coman, antes de que se enfríe- nos dijo la monja, a lo que agradecimos muy cálidamente.

Yo, que estaba verdaderamente hambriento, me devoré la comida mientras sor Mariana nos respondía que el comunicado en realidad había sido redactado por el arzbispo de Ovalle y ellas sólo habían cumplido con publicarlo. Que no estaban de acuerdo con rechazar el dinero porque lo necesitaban mucho para ayudar a sus huéspedes. Levanté la vista y noté la cara de decepción de César y la incomodidad de Natalia, que seguramente se preguntaban porqué no les había dicho esto por teléfono.

-¿No le gustó la comida?- le preguntó otra monja a César, que apenas había tocado el plato y revolvía la sopa con la cuchara, en busca de arvejas.

-Están buenísimas- se adelantó a responder Natalia, visiblemente nerviosa.

Luego, sor Mariana nos habló de que ese hogar de acogida era el más grande de Chile y abría la puerta a todo tipo de personas desechadas por el sistema. Vagabundos, borrachos, enfermos, locos, hambrientos y toda clase de desamparados tenían allí su hogar, para el que necesitaban siempre recursos de todo tipo. Medicinas, comida, profesionales, dinero; aceptaban de todo, incluso “videos que nos ayuden a mostrar lo que hacemos”, dijo.

Mis amigos estaban completamente descolocados y me apresuré a tomar la palabra.

-Por supuesto que vamos a grabar de todos modos- dije.

-Pero qué muchacho encantados- dijo sor Mariana- ¿Quiere un poco más de comida?

César pidió permiso para ir al baño. Cuando volvió, ya le habían retirado el plato, intacto. Nos sirvieron leche asada de postre, que mi amigo comió con exagerado disfrute. La monja que servía, entonces, me puso una mano en el hombro y exclamó que le encantaba mi humildad, que “me iba a abrir muchas puertas” y todas las monjas rieron. Vi que Natalia tomó una mano de César, que miraba el mantel algo obnubiliado. Era yo el interlocutor de las anfitrionas a esa altura y asentía a todo lo que decía sor Mariana: que la nieve de las montañas era voluntad de Dios e iba a caer cuando él quisiera; que lo mejor que podíamos hacer para que eso sucediera era orar y ser misericordiosos con el prójimo; que la soberbia del corazón era un pecado que disgustaba al Señor, pero que lo que más lo disgustaba era el aborto, que ese era el pecado más grave de todos porque provocaba sequías, guerras y calamidades.



Sor Mariana me pidió entonces que la siguiéramos porque nos iba a mostrar el hogar. Salimos de nuevo al pasillo y caminamos hasta el fondo, donde abrió una estrecha puerta de madera que conducía a otro mundo: de allí en más ya no era una casona colonial, sino un improvisado galpón lleno de camillas con gente moribunda, ancianos y todo tipo de menesterosos. Improvisados biombos separaban un ambiente de otro, pero flotaba un aire viciado, amarillento, que agriaba la expresión.

-Grabe sin verguenza- me dijo una monja. Por un momento dudé si no me había dicho “grabe, sinverguenza” y sentí un escalofrío, pero miré a Natalia y ésta me hizo un gesto de aprobación. Apreté el botón REC justo cuando apareció corriendo un hombre alto que tomó a César del hombro y lo zamarreó con torpeza. “Sico- sico, sico-sico, sico-sico”, decía insistentemente. Mi amigo estaba pasmado, casi en pánico.

-A Sico Sico le caíste bien- le dijo sor Mariana, tratando de calmarlo y nos explicó que ese hombre había llegado hace dos años, que tenía alguna enfermedad mental que nadie había podido descifrar, pero que era muy amable y cariñoso. De ahí en más, Sico Sico nos acompañó por todos lados, abrazando a las monjas y buscando aparecer en la cámara.

Nos paseamos por todo el hogar donde había más de mil personas a las que nadie visitaba nunca.

-Si nos ponemos a esperar a que el Estado se haga cargo, todos ellos simplemente se mueren- dijo sor Mariana mirando directamente a la cámara.

A esa altura mis amigos ya estaban entregados: asentían y conversaban con algunos abuelos, niños o enfermos. Sico Sico no paraba de abrazar a César, que se notaba haciendo su mejor esfuerzo. Natalia, en cambio, asumió su rol de hospitalidad con mucha mayor naturalidad. A ella la monja más joven le comentó sobre la caridad de algunos empresarios que nosotros conocíamos sólo en su faceta de traficantes de armas. Gracias a esa solidaridad habían logrado reconstruir la iglesia del pueblo a menos de un año del terremoto.

De pronto sentí que alguien me tocaba el brazo. Me di vuelta y una mujer vieja, con la mitad del rostro quemado me sonreía. Me asusté, pero no hice ninguna mueca. ¿Me podría filmar a mí también?- me pidió. Saludó a la cámara y aseguró que le gustaban los hombres bien intencionados y serios, pero sobre todo los que filmaban películas. Posó como Marilyn Monroe y soltó una risa burlona.

Empezábamos a habituarnos al lugar, cuando sor Mariana dictaminó que ya era suficiente. Se despidió y mandó a las otras a que nos dejaran afuera. Sico Sico notó que nos íbamos y comenzó a gritar: Sico Sico, sico sico, sico sico, en un tono de queja. Como nadie le prestó atención, subió el volumen. Quiere que lo sigan filmando- nos explicó la monja más joven mientras nos conducía afuera.

Se cerró la puerta y no hicimos más que alejarnos unos metros para que cada uno soltara sentidas exhalaciones. César se tomaba la cabeza y Natalia lo envolvió con un abrazo.

Caía la tarde y caminamos hasta la Plaza de Armas. Se escuchaban campanadas y desde la cordillera bajaba un viento helado. En el pasto, un grupo de adolescentes tomaba vino en cartón y un poco más allá se instalaba una feria artesanal.



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