Desvaneciendo


I
Del otro extremo escuchamos los clamores
como rastros de un abuso enseñoreado,
zarpazos metálicos y gritos mongoles,
un sumidero de horrores sacramentados.
No hubo blanduras del alma que se preciaran
transparentes como el astro de Belgrano,
ni palabras en tierra firme plantadas
ni raíces, ni arterias, ni nada: sólo barro.

Sobre el paredón blanco, un cielo rojo,
adivina sequedales de pómulos mojados;
mientras el sucio anélido, larva a su antojo
la vid y la ternura que con sangre aramos,
y el mandoble chorreante en el lomo de un toro
invoca a los puños que le hagan reclamo.

II
Lejos y tarde, muy tarde, encontramos una sala
y un jardín para contemplar las estaciones, la trigueña sonrisa a las viejas canciones
y un domingo blanco de silencio y sobrecama.
Un barrio pardo con palomas en la plaza
y amigos que beben antes de la noche,
trampeando banquetes, amor y derroche,
figurando el futuro entre las melazas.
Del desganado pan brotamos la estructura
de la supervivencia infraurbana,
su turbulento desenredo en la locura

y el vibrante orgasmo de su noche clara;
así, amanecimos al don de la espesura
cuando todo lo hizo frágil la asonada.

III
Pero la sumersión no era inocua
y en los nervios quedaron astilladuras,
retazos húmedos que en la noche alojan,
imágenes del miedo al miedo que perdura.

Cuando quisimos inventar el nuevo lenguaje
la tierra tembló y los tobillos dudaron;
por la ventana inocente asomó un pájaro
gutural y ciego, con telarañas por plumaje.
Los muchachos descorcharon todo el vino
y me fingí con ellos, fuera del bestiario,
donde el otoño hiriente sobrevino

Sin alas, nidos, huevos: sólo un pájaro
que allá en la ventana se yergue supino
y a la mañana se reinventa, un poco más bajo.



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