El Fuego de San Juan

-No, mi pana, tú tienes que entender a la Señora Amalia, que ella es buena gente- me decía Miguel Ángel, mientras se pintaba las uñas con esmalte negro. Todavía me provocaba curiosidad su figura caribeña y vampiresca; su abrigo oscuro y ceñido; su melena crespa hasta la cintura, de una frondosidad tan caribeña como demencial, con un mechón teñido de fucsia.


-Las mujeres porteñas, decía, sobre todo a esa edad, tienen arrebatos que pueden parecer agresivos cuando no estás acostumbrado. Pone atención a este tango y verás cómo es la cosa.


Desparramado en el sillón, lo escuchaba sin darle mucha entidad. Amalia, la casera, me había llamado, iracunda, unos minutos antes: “Y si no pasas a dejarme las llaves esta noche, tú tampoco te quedas más en mi casa”. Fue lo último que dijo antes de cortarme el teléfono. Su timbre me había quedado resonando en la cabeza: en mi casa, mi casa… su casa, sí, eso era. Su casa. No mía, sino suya. Esta realidad tan evidente y clara desde siempre, había tomado un relieve puntiagudo con su pronunciación furiosa. Fue imposible hablarle de la cuarentena y de la imposibilidad de visitarla ¡y menos esa noche tan fría! Era ridículo. Y sin embargo, las reglas las ponía ella.


-No pienso ir- le dije a Miguel Ángel, luego de un par de tangos. Ya son casi las once de la noche y no tengo cómo justificar si me para la policía.

-No te va a parar nadie, hombre, que está todo el mundo encerrado.


Miguel Ángel había dejado de respetar la cuarentena hace ya un mes. Cuando se acercaba la medianoche, se ataviaba de abrigo y sombrero para lanzarse a la oscuridad de la calle. Visitaba a Irina, una bailarina rusa que vivía en Boedo y con la que sostenía un romance virtual que ahora había devenido en material y fugitivo.


-Si quieres ven conmigo, que también voy para ese lado- me dijo.


Así fue como nos lanzamos a caminar por la noche más fría del invierno porteño. No se movía un alma y casi todas las ventanas estaban a oscuras. La ciudad en la que siempre había un insomne paseando, esa noche parecía rendida ante la enfermedad y el frío. Ni siquiera una estrella para alumbrar la caminata.


La condición de migrante indocumentado me había detonado una paranoia como las de antaño. Toda mi juventud sufrí de insomnios pesadillescos que me paralizaban en la cama. Era capaz de aguantarme las ganas de ir al baño por horas, con tal de no cruzar una oscuridad poblada de crujidos y susurros, en la que no podía ponerle freno a la imaginación.


Caminábamos sin hablar cuando, sobre el puente por de la vía ferrea, Miguel Ángel me alertó que escuchara. De algún lugar venía el canto triste de una mujer. De pronto miré hacia abajo y noté que una luz danzaba contra la muralla del túnel. El puente enrrejado no nos permitía asomarnos más, por lo que adivinamos que justo abajo de nosotros había una fogata y allí cantaba una mujer.


-Este es un tiempo cruel, amigo- dijo mi compañero y sin más, aceleró el paso.


Anduvimos dos cuadras que se me hicieron eternas, hasta la casa de la señora Amalia. Allí Miguel Ángel me deseó suerte y siguió su camino, perdiéndose en la esquina.


Toqué el timbre y esperé. Chequeé en el teléfono que la había puesto de aviso que iba y que ella me habia confirmado la espera. Le escribí que estaba afuera y volví a tocar el timbre. Esperé uno o dos minutos más, pero no salió. Decidí llamarla, pero no contestó. Ahora sí me sentía solo en una oscuridad paralizante. No pasaba ni un auto y hasta las ratas, que solían cruzarse por esas calles, habían buscado refugio.


Había sido una tontera seguirle el amén a esa casera demente. Comenzó a caer una suave garúa y lo mejor que podía hacer era olvidarme del asunto en casa .


Caminé una cuadra de vuelta cuando tuve la corazonada de desviar la ruta. Decidí cruzar la vía férrea por la pasarela siguiente, para intentar ver a la mujer cantora.


Apuré el paso hasta estar sobre la línea del tren, pero desde allí no se veía nada. En esos escasos minutos, la mujer debió haber apagado el fuego y se marchó. Pero tampoco se notaban rastros. De pronto noté algo extraordinario: miré hacia el cielo y noté, contra el mortecino alumbrado público, que estaban cayendo copos de nieve ¡Nieve sobre Buenos Aires! Pensé en acelerar el paso, pero la vista de la ciudad, allí sobre la línea del tren, era tan hermosa que decidí darme un poco de maña para sacar una foto. Esta actitud de registro, tan común en estos días para cualquiera, significaba todo un acontecimiento para un tipo taciturno y huraño a estas costumbres. Pero ya que nadie me veía, era un buen momento para mi primera vez. Ensayé varios ángulos y hasta descubrí que el teléfono ofrecía filtros que hacían la imagen más bella aún. A lo lejos, la estación de tren bajo la nieve y la luz anaranjada de la ciudad vacía.


Fue en ese momento de descuido- cuando no pensaba ni en la oscuridad, ni en la policía, ni en la enfermedad, ni en el frío- en que escuché una voz. Levanté la vista y la vi sentada, allí, a unos pocos metros, en un peldaño de la escalera donde acababa la pasarela. Sin pensar me acerqué. Era una mujer joven, que se miraba con un pequeño espejo. Parecía una gitana. Cuando notó mi presencia levantó la vista.


-¿Qué me miras así?

-Uhm, disculpe, yo sólo pasaba por acá.

-¿Te gusta como canto?

-Ehm..- no supe que responder.

-Te vi cuando pasaste con tu amigo pirata por el otro puente- dijo.

-Ah, era usted- balbucié.

-¿Y quién más, si esta noche están todos muertos?

-Sí, es una noche muy extraña.

-Noche de San Juan- completó.

-Eh..- de nuevo no supe qué decir- canta muy bien.

-¿No viste el fuego acaso?

-No

-¿En serio?

-Me pareció que había una fogata, pero no pude verla.


Mi respuesta pareció defraudarla. A esa altura ya se empezaba a acumular nieve sobre la pasarela. Volvió a abrir el espejo y se miró los ojos.


-¿Crees que soy linda?

-Eh, sí. Creo que sí.

-Pues has encendido el fuego.

-¿Cómo?

-Allá en el otro puente.

-¿Qué estás diciendo?

-Que se encendió de nuevo el fuego. Si no me crees anda y mira.

-La verdad es que no la entiendo mucho.

-Vuelve a la pasarela y mira.Verás que te digo la verdad.


No sé porqué, pero le hice caso: desanduve mis pasos y comprobé que tenía razón. Allí bajo el otro puente ardía una pira sin nadie alrededor.


Entonces, al volver la vista, noté que ya no estaba. Me apuré para ver si había bajado la escalera y se había ido por algún lado, pero no encontré ningún rastro. Giré, confundido, una y otra vez, mirando hacia todos lados, pero nada. Se había esfumado de un momento a otro.


Con el corazón acelerado, entonces, apuré el paso e intenté explicarme lo que acababa de ocurrir, pero mis pensamientos me llevaron directo a esa horrible sensación de la imaginación desbocada que abrió paso a un trote y luego a una corrida frenética. Así hasta llegar a casa, donde me encerré a dormir.


Al otro día Miguel Ángel volvió temprano y yo no salí en todo el día de mi pieza. Al anochecer, sin embargo, me tocó la puerta muy alterado. Le abrí y me preguntó qué había pasado la noche anterior.


-Nada. No me abrió la señora Amalia y me vine.

-Pues me acaba de avisar la vecina que ocurrió una tragedia.

-¿Qué pasó?

-La señora Amalia falleció.

-¿Qué?

-Así es broder. Me lo acaba de contar la chica del aseo. Le escribí porque tenía entendido que hoy pasaba por acá, pero me dijo que fue a buscar la llave a la casa de la señora Amalia y la encontró quemada. Una vecina le comentó que el incendio fue cerca de la medianoche. Los bomberos lograron controlarlo en la madrugada, pero ella no se salvó.


De súbito me empecé a sentir mal y despedí a mi amigo para encerrarme en mi cuarto. Así estuve varios días, en los que miraba el techo y sólo prestaba atención a los tangos que se escuchaban desde el salón.


A las pocas semanas decidí cambiarme de casa, pues sentía que algo no andaba bien con mi amigo y que ya no había cómo saldarlo.


Y a los pocos meses dejé la ciudad, pues ya no me parecía un lugar seguro.


Por suerte, nunca nadie me pidió una explicación. No hubiese sabido decir algo distinto a lo que acabo de relatarles. Lo más difícil viene cada tanto, cuando yo mismo dudo de que las cosas hayan sido así. Entonces, me gusta mirar las fotos de la nieve sobre la ciudad dormida. Por alguna razón, me transmiten algo de paz.


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